Esta mañana he recogido de la Sala de profesores el cuadernillo del Aula Valverde sobre Rafael Reig y lo he leído con fruición. Me ha gustado mucho el texto inicial porque es una llamada de atención sobre lo que leemos y cómo también aquí los mercados, y otros intereses, nos dirigen y nos llevan por el camino que ellos quieren. Nada nuevo bajo el sol, ya sabemos que las grandes obras y los grandes escritores, en líneas generales, no fueron reconocidos en su tiempo y algunos pasaron verdaderas penurias, pero de vez en cuando conviene recordar o que alguien nos recuerde lo que nos mandan leer, lo que nos quieren hacer leer y lo que leemos y queremos leer.
Ahí va el texto de Rafael Reig:
Una
vez más hemos tenido que aguantar esa matraca de las listas de los
mejores libros de 2010. Lo más sospechoso es que en esas listas no
suele haber ninguna sorpresa. Desde Coetzee a Vargas Llosa, siempre
es la crónica de una lista anunciada, libros que todo el mundo
conoce y la misma y monótona martingala. En mi vida de lector, en
cambio, sucede todo lo contrario: los libros que más huella me han
dejado no aparecieron precedidos por clarines, fanfarria y redobles
de tambor, pasaron casi inadvertidos al leerlos y, sólo a la vuelta
de los años, me doy cuenta, por ejemplo, de que he olvidado por
completo El lobo
estepario, de Herman
Hesse, pero aún recuerdo El
gato y el ratón, de
Günter Grass. No falla, es impepinable: siempre es en una tarde gris
de noviembre cuando nos damos cuenta de cuál fue la noche más feliz
del verano pasado, aquella que vivimos sin saberlo, aquella en la que
parecía que nada extraordinario nos había ocurrido. Quizá
deberíamos hacer ahora la lista de los mejores libros de 1982 o de
1990, pero de todas formas, ¿para qué?
En
Macbeth
por lo menos contaban con unas brujas y Banquo podía interrogarlas
(en palabras traducidas por Astrana Marín): "Si podéis
penetrar en los gérmenes del tiempo y predecir qué semilla cuajará
y cuál no, habladme a mí, que ni solicito vuestros favores ni temo
vuestro odio". Nuestras tres brujas son ahora unos suplementos
literarios que bailan en corro y hacen cabriolas en los kioscos. Lo
que pasa es que dudo mucho que quienes colaboramos en ellos seamos
tan desinteresados como Banquo. O amedrentados o postulantes, en
general no tenemos otra que resignarnos a que la lista sea la que ya
estaba dictada desde el principio, la que tenía que ser y quod
erat demonstrandum.
Por
lo demás esas listas son una forma (ni siquiera sutil) de disciplina
social. Las hay de todo: las diez mejores vestidas, los cuarenta
principales, los diez más ricos y hasta los diez culos más
perfectos. Nos dicen qué ropa se lleva, cómo decorar nuestra casa,
lo que debemos comer, qué series de televisión son las que ve la
gente encantadora y, faltaría más, qué libros tenemos que leer si
queremos ser "uno de los nuestros" y salir a la calle con
la cabeza muy alta. Si no prestas atención y, en lugar de
Pérez-Reverte, te pones a leer a Sven Hassel, pongamos por caso, es
como si llevaras pantalones de campana y la camisa remetida por
dentro del calzoncillo. El que lee a Blasco Ibáñez y no a Georges
Perec parece que haya pedido langostinos y, de postre, tarta al
whisky y una copa de anís Castellana. Recitar a Espronceda en vez de
a Gamoneda es como ir por ahí tarareando a Ismael y la Banda del
Mirlitón. Así no vas a ninguna parte.
Por
eso las listas de libros son en realidad cartas a los Reyes Magos.
Les pedimos que nos concedan nuestro deseo: ser uno de esos tipos que
salen en los anuncios, inocente y feliz, creativo y original, alguien
a quien le siente bien la ropa, que coma ensaladas con brotes de
alfalfa, que vaya en bici y dedique el tiempo libre a disfrutar con
su familia y en contacto con la naturaleza (en un 4x4, no faltaba
más). A cambio, prometemos lo que haga falta: dejaremos de fumar,
beberemos vino a sorbitos, nos meteremos en redes sociales, usaremos
un iPod, cenaremos sushi, leeremos El
sueño del celta y, si
necesario fuera, también a Piglia e incluso a Vila-Matas, prometido,
pero hazme uno de los elegidos que van pisando fuerte, no me
abandones como carne de cañón.
Tenemos
tanta fe (o tanta sumisión) que creemos que, si leemos los diez
mejores libros de cada año, si cumplimos lo que mandan las listas y
la publicidad, lograremos por fin convertirnos en uno de esos tipos
que salen en los dominicales y hasta pasaremos las vacaciones en
hoteles con encanto. Damos un poco de lástima.
Al
menos para mí, leer es como sembrar (a voleo, por supuesto). Un
libro es una bomba de tiempo: no explota nada más leerlo, tiene un
efecto retardado. Y misterioso también: ahora mismo no sé si el
mejor libro de mis catorce años fue, como me gustaría, el
inevitable y decoroso El
guardián entre el centeno
o, a mi pesar, el impresentable y lacrimógeno La
vida sale al encuentro.
Doy un poco de lástima.
Leer
es plantar una semilla y afirma la conocida parábola del lector que
hay libros que caen en las cunetas y son devorados por los pájaros
(a mí me ocurrió con Unamuno o con Jorge Guillén); otros, en
pedregales, y crecen sin raíz hasta que los abrasa el sol (sólo me
quedan cenizas de Boris Vian); otros, entre abrojos, y las espinas
acaban ahogándolos (así con Camus o Hemingway) ; y sólo algunos
caen sobre la buena tierra lectora y, al cabo de mucho tiempo y
trabajo, y tras otras lecturas, dan su fruto (Galdós, García
Hortelano, Zola).
Ars
longa, vita brevis: tarda
tanto en dar flor y fruto la semilla de un libro que yo no sé si me
dará tiempo a comprobar cuáles han sido mis mejores libros de 2010.
"Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar",
decía Borges en un poema (Límites)
que tuvo tiempo para escribir dos veces. De estas calles, "una
habrá (no sé cuál) que he recorrido ya por última vez". De
los libros que he leído este año, uno habrá (no sé cuál) que
quizá ya no podré darme cuenta de que me habría cambiado la vida.
Rafael
Reig (ABCD Las artes y las letras)